4 de octubre de 2007

La anguila (1997), Shohei Imamura

Iniciado como ayudante de dirección de Yasujiro Ozu, el último de los grandes maestros japoneses nos abandonó hace tan sólo un año dejando para la prosperidad grandes títulos como la indispensable La balada de Narayama o La anguila, ganadoras de la Palma de Oro en Cannes en 1983 y 1997 respectivamente.
Ambas son un ejemplo de ese cine que incita a la reflexión moral, sobre el valor de las conductas humanas, sobre lo equívoco en la aplicación de los poderes del sistema.
Con las dotes de humanista y antropólogo que le acompañan durante toda su carrera, Imamura se esfuerza en iniciar un diálogo en torno a las atrocidades que pueden llegar a cometerse en una comunidad cuestionando la validez de los métodos que ésta aplica. En La anguila el protagonista es encarcelado por asesinar a su mujer. Él mismo se entregó a la policía tras haber cometido el crimen por celos y, decidido a pagar por ello. Él mismo reconoce durante la libertad condicional que no ha cambiado en nada. Es consciente de la barbarie que ha cometido porque en el momento de cometerla ya lo era. Sabe que jamás podría hacer algo así, pero no gracias a la solución aportada por el sistema. Los años de cárcel tan sólo le han servido para aislarse y comunicarse únicamente con su mascota: una anguila, a quien habla y dedica sus escuetas sonrisas. Error del sistema que confirma el compañero de cárcel del protagonista, ahora libre. Un hombre que bajo ningún concepto quiere seguir las normas sociales y que busca, con sus agresiones, intentos de violación, etc, volver a la cárcel, donde solamente ha conseguido acumular odio.
Éste, un tema central en el film, pero ante el cual circulan otros muchos. Tantos como la reinserción –fallida- de los presos a la sociedad; la lucha encarnizada del capitalista que trata de enriquecerse a toda costa; la valía de la moralidad social; etc. Todo envuelto por unos toques de surrealismo –en lo referente a lo que el protagonista imagina- y bella cotidianeidad vivida por unos personajes de lo más entrañables. Sin olvidar ciertas pinceladas como las que hubiera dado –y da- Kim Ki-Duk, de magia redentora en un ambiente tranquilo y natural, alejado de los humos de la ciudad. Cada personaje vive, al final, para pagar sus errores.

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