
Carlos Reygadas es uno de esos cineastas que no dejan indiferente a nadie. Las imágenes de sus películas resultan unas veces hipnóticas, otras reveladoras, fascinantes, pero en ocasiones también son desconcertantes e incluso pueden ser desagradables. Nos guste o no su forma de hacer cine, una cosa queda clara, en nuestra memoria permanecerán latentes muchas de sus imágenes, aunque nos queramos deshacer de ellas. Su cine es provocador e innovador; apuesta por un ritmo pausado, con secuencias largas y planos más bien sosegados; sus temas son trascendentales, indaga en la espiritualidad del hombre a la par que en sus pulsiones y soledades; tiene muy en cuenta el montaje, tomando consejo de aquel viejo concepto del efecto Kuleshov, donde -para abreviar- en el montaje está el men

saje.
Japón es la ópera prima de este director mexicano del que se ha hablado y mucho, en los últimos años. Sin embargo a nosotros -como nos ha venido pasando con las primeras obras de otros cineastas foráneos- nos llegó tarde, puesto que lo conocimos anteriormente por otro título,
La batalla en el cielo (2005), precedente a su
Luz silenciosa (2008).
Japón busca unos patrones a seguir que se mantienen en la aún corta filmografía de este cineasta. El gusto por las escenas que muestran algo a lo que el espectador convencional no está acostumbrado. Sus escenas de sexo por ejemplo. Del mismo modo, son abundantes las metáforas -véase entre otras, la del caballo- o la fijación por escenas que rondan lo grotesco o hacen sentir incómodo en cierta medida al espectador -como la del hombre borracho que intenta cantar y apenas puede-.
Por otro lado muy distinto, se aprecia cierta herencia del cine de Andrei Tarkovski en la estructura de sus planos y en el halo enigmático que desprenden, así como en ese tipo de textura que baña la imagen. La última secuencia del film sin ir más lejos, parece sacada del paseo de la cámara en grúa por la Zona en
Stalker. Allí se mostraba una cámara descriptiva, casi humana, que recorría incesante el espacio –primero, a lo largo del paso hacia la Zona en vagoneta-, la naturaleza enigmática que la envolvía mostrándonos tanto los misterios como los males de la humanidad. En
Japón, la cámara avanza expectante, girando a la vez sobre sí misma, como lo haría el protagonista observando, buscando, en una escena llena de desconcierto por lo sucedido y sin embargo rodada con una sobriedad abrumadora.
Como dijo Jordi Costa, incluso quien odie esta película, no podrá olvidarla jamás.