Gran Torino (2008), Clint Eastwood

No lo dicen ni uno, ni dos, ni tres, es un hecho que Clint Eastwood es uno de los pocos “titanes” del cine que quedan en Hollywood, el último clásico –podríamos decir junto a Lumet-. A sus 79 años, su cine delante y detrás de las cámaras sigue siendo una maravilla, pero ojo, siempre no se puede mantener el listón tan alto. Tanto su anterior film, El intercambio (2008), como Gran Torino, son películas destacables, pero que podrían calificarse como obras menores dentro de su filmografía. Ambas películas responden a un tipo de cine estructuralmente muy definido y que huye de los adornos, en busca de una narración clara y lineal muy cercana a la realidad histórica y social que se describe. Siempre buscando el calado en la sensibilidad del espectador. Porque en los últimos tiempos, el cine de Eastwood ha sido un cine muy entrañable pero muy duro, causante de sensaciones tan tiernas como estremecedoras, siempre partiendo de una reflexión para con el entorno que rodea a sus historias.
Digamos que Gran Torino se mueve por estos caminos, pero recupera además al viejo conocido, al sargento Harry Callahan que lanzó a la fama a un actor no dejó en tantos años de interpretar a un tipo duro. De esta forma con su papel de Walt Kowalski, Eastwood hace un homenaje a ese tipo de personaje dentro de la historia del cine, pero también se hace un homenaje a sí mismo, a la interpretación de toda una carrera repleta de éxito. Es su forma de despedirse de su trabajo como intérprete para seguir son sus labores en los despachos y detrás de la cámara.
Un hecho interesantísimo este homenaje que por el contrario, llega a eclipsar otros elementos del film. Porque a pesar de que las dos horas de metraje pasan volando ante los ojos de un espectador entretenido, la película tiene altibajos. Esto es, que algunos aspectos de la psicología del personaje vienen dados de una forma un tanto superficial. Y es que durante la primera media hora de cinta, asistimos a una exhibición de palabrotas y situaciones que a pesar de su contenido intolerante y racista casi nos hacen reír, de tal forma que nos trasladamos mentalmente hacia aquel Tom Highway de El sargento de hierro (1986), personaje con el que comparte además el fracaso total en la vida personal. Sin embargo, de repente este personaje se desvanece, su evolución psicológica se produce de un modo demasiado rápido y casi imperceptible, aunque no deje de ser un tipo duro. Por otro lado, la situación de la trama de las bandas callejeras se torna en ocasiones un tanto forzada en pos del dramatismo de la narración, y los personajes –prácticamente todos-, caen en excesivos tópicos. Por ello y con todo, aparecen demasiados clichés y la trama se torna en ocasiones demasiado previsible.
No obstante, estos son algunos de los peligros -e incluso características- de los géneros, en los que se mueve este clásico del cine. Clint sigue siendo el coloso Clint, y su película por el resto se articula tan exactamente como un reloj, emociona y conmueve. Ojalá que toda la cartelera estuviera ocupada por películas como ésta, sin ser una de sus mejores películas.
Como apunte, para aquellos que no la hayan visto en España, busquen la versión original, porque el doblaje –a pesar de la larga tradición y calidad de nuestro doblaje- es a grandes rasgos absolutamente lamentable.