9 de marzo de 2012

La invención de Hugo (2011), Martin Scorsese

El versátil e ilimitado Martin Scorsese rinde en su última película un homenaje a los inicios del cine y en especial al cineasta Georges Méliès. Como el ilusionista francés, Scorsese siempre ha mostrado el gusto por el artificio a lo largo de su cinematografía. Y en La invención de Hugo lo pone al servicio del espectáculo visual en clave de cuento, basándose en la obra literaria juvenil de Brian Selznick.

El pequeño Hugo lleva una vida solitaria encargándose clandestinamente del mantenimiento de los relojes de la estación de Montparnasse de París. Marcado por la pérdida de su padre, se encuentra obsesionado con arreglar un muñeco autómata que éste le regaló. El inquieto Hugo pronto conoce a su compañera de aventura, Isabelle, con la que descubrirá que ante sus ojos se encuentra una leyenda viva del cine. Un Georges Méliès convertido tras la guerra en anónimo juguetero, olvidado por el público hace años.

La entrada de La invención de Hugo es espectacular. El realizador de joyas como Taxi driver (1976) o Uno de los nuestros (1990), hace desde el principio una síntesis de los recursos de los que es capaz el cine de la era digital. Movimientos de cámara vertiginosos, planos de gran complejidad o colores vivos fruto de un trabajo milimétrico de etalonaje. Éste último, basado en las tonalidades de color utilizadas en los inicios del cine en los que se coloreaba a mano el celuloide. Toda la película es una reivindicación del mundo de ilusiones que ha reproducido siempre el cine. Un diálogo entre el cine primitivo y el cine de hoy. Su fusión con el ilusionismo y los artificios de Méliès. Y qué mejor por lo tanto, que ubicar la historia donde se produjo el nacimiento del cinematógrafo.

Los protagonistas de La invención de Hugo transitan por una estación de tren cuidada hasta el más minúsculo detalle, con una esplendorosa ciudad de París como telón de fondo, que dota de una atmósfera de ensueño cada una de las escenas que trabajosamente componen el film. A ello se suma la nostalgia de Ben Kingsley en la piel de Méliès y Sacha Baron Cohen (con pinceladas de Lloyd y Keaton y apariencia de soldadito de plomo), incansable e ingenuo archienemigo de Hugo, en la piel del guardia de la estación de tren. Ambos aportan en sus apariciones mayor fortuna a las escenas que los jóvenes aventureros. Por otra parte, la estación de tren como espacio por excelencia, regala momentos destacables. Breves citas que evocan al maestro JacquesTati o la espectacular escena que reproduce de forma onírica el choque del tren que perforó en realidad la estación de Montparnasse en 1895.

El maestro saca las herramientas y pone a funcionar los engranajes de una maquinaria casi infalible. Sin duda vale la pena apreciar tal derroche visual en el máximo esplendor de la gran pantalla de un cine en 3D, a pesar de ser un producto demasiado edulcorado. La película termina siendo al fin en su conjunto, la propia imagen del autómata de Hugo. Una máquina perfecta, bella y acompasada, tan cercana a la perfección humana y sin embargo tan lejana. Una maquinaria que por muy fastuosa, carece de alma.

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